Comentario
El desarrollo de las concepciones académicas en la segunda mitad del siglo XVIII situó el arte dentro de los caracteres de una función de desarrollo social no reconocido hasta entonces. Pero ni este reconocimiento, ni el esfuerzo ortodoxo de la opción académica en materia estética, debilitaron otras ideas, que siguieron el curso de una progresiva independización y consolidación, sustentadas en un arte creador que también reproducía con absoluto rigor la cultura artística de aquel tiempo.Precedida la etapa por el desarrollo del clasicismo, o mejor de los clasicismos, de la polémica racionalista, de las actitudes hacia lo antiguo y a la reconstrucción científica del patrimonio clásico, causa un gran efecto que el pintor Goya se afirme con una obra hostil al encanto de todas aquellas especulaciones. Da la impresión de que Goya aprecia con claridad que su espacio personal está articulado con suficiente amplitud, para crear su propia independencia, y que no es compatible con la rígida y represiva disciplina académica. Tal vez el fracaso de no ser admitido en la Institución académica propiciara un excitante añadido. Pero es obvio reconocer que, en el panorama de aquella época, el pintor busca otras vías de enriquecimiento, cuando su sensibilidad vive las horas del pleno despertar. Su pintura logra desarrollar un lenguaje de fórmulas avanzadas por la concentración expresiva que confiere a los personajes o por la autenticidad con la que formula la realidad humana. Esta solidaridad embarca la obra de Goya en una audaz empresa analítica y creadora que recaba fórmulas de gran arte en un compendio de pintura futura.Después de estudiar en las Escuelas Pías de Zaragoza y pasar por el taller del pintor Luzán, concurre a la Academia en dos ocasiones (1763 y 1766) sin ser admitido. Emprende su viaje a Roma, desde donde concursa a la Academia de Parma con el tema de Aníbal pasando los Alpes, siendo elogiada su obra por el jurado. Es entonces cuando pinta los temas mitológicos Sacrificio a Vesta y Sacrificio a Pan, conciliando la enseñanza italiana recibida. A su regreso a Zaragoza ejecuta las pinturas para la Capilla del Palacio de Sobradiel, en las que se muestra deudor de Italia y de Francia, aunque existen unos principios de expresión personal, de virilidad y de extraño valor heroico. En 1772, en el fresco de la bóveda del Coreto, en la basílica del Pilar, en la Adoración del Nombre de Dios busca ya una tensión plástica esencial, sirviéndose de un color fantástico, puro y delicado, con el que parece haber condescendido al estilo original de Tiépolo, o más bien, al decoratismo barroco romano, que durante tantos decenios había sido de influjo poderoso. Recortando la escena sobre amplísimo panorama, recurre a los artificios de la composición barroca en el tono individual que le caracteriza y que revaloriza en las pinturas para la Cartuja del Aula Dei, en 1774, destacándose con más fuerza su actitud personal ante la composición de valor decorativo.Madrid, escenario en el que se sitúa el momento culminante del debate ideológico-artístico, se convierte también en el escenario de la vida del pintor aragonés. Se integra en los trabajos de la Real Fábrica de Tapices, en 1775, y realiza varias series de cartones con destino a la elaboración de tapices para los palacios reales. Son un total de sesenta y tres, y pese a la prevista revisión a la que se someten estas obras, intervino de un modo natural, desplegando las escenas sobre elegantes paisajes y adhiriéndose de modo claro a un estilo popular, de captación sensible, en el que se mide el acento enérgico de su rica personalidad. Son obras esenciales, que multiplican las siluetas de una serie de figuras populares, creadas en una atmósfera naturalista. La caza del jabalí, El quitasol, Los jugadores de naipes, El cacharrero, La novillada, La vendimia, La era, etc... nos adentran en los tonos apagados o luminosos, con un sentido de la observación y de la crítica admirable, trocando en signos de la vida real lo que ha sido abstracto o simbólico.Como artista de grandes posibilidades, afrontó la experiencia del grabado. La utiliza para traducir al aguafuerte temas destacados del pintor Velázquez. Fueron trece grabados dados a conocer en 1778, en los que se demuestra su acercamiento al pintor barroco sevillano, que ha de plegar después, en algún caso, a su propia poética. Dos obras realizadas entre 1778 y 1780 nos acercan a lo que va a ser su estilo característico, desigual, que se resiente en unos casos de extrema agudeza crítica y en otras ocasiones se desliza hacia medios de expresión disciplinados. El agarrotado establece esa imagen áspera, de enigmático drama, que va a pesar aguda y macerante en su trayectoria, y el Cristo crucificado, que explica lo ideal y lo sensible con pinceladas de refinamiento.No rechaza el seductor encargo de pintar al fresco la cúpula del Pilar de Zaragoza, Regina Martirum, obra que no complació a su cuñado Francisco Bayeu. En ella bosqueja esa amplia respiración del espacio que, aunque ya de un cierto arcaísmo heredado, fue enriquecido por exigencias de dibujo y color, postulando metas de libertad, frente a la jerarquización clasicista. En competencia con pintores célebres de Madrid, realiza la Predicación de San Bernardino de Siena, en San Francisco el Grande, obra disciplinada y ceremonial, con personajes del más alto grado expresivo. Su ingreso en la Academia amplió el círculo de sus relaciones personales. Esta circunstancia le permitió retratar a los más altos personajes del Estado, abriéndose una de sus líneas creativas más sorprendentes. El retrato del Conde de Floridablanca (1783), explica las líneas pictóricas que a Goya interesan, al recrear su propia conveniencia iconográfica, grandiosa en ocasiones y retórica. Explicita las certidumbres de su arte, que pone igualmente de relieve en los retratos del infante Don Luis Antonio y familia, realizados en Arenas de San Pedro, en los que reafirma su visión del ser humano. Su pintura cumple la función de retratar la vida fatigada del hermano de Carlos III y la memoria de los implicados en la soledad de su destierro. Es la época en que los Duques de Osuna manifiestan su protección al pintor, que se traduce en dos obras de extrema perfección. En la Duquesa de Osuna otorga a la textura una atención nueva. En la Familia del Duque de Osuna distribuye de un modo mágico la luz creando una atmósfera saturada, sobre la que resalta la gracia de las figuras infantiles. También para los Osuna pintó El columpio y La cucaña en una regresión a sus temas populares.Los contrapuntos son frecuentes en el arte de Goya. Pero en él hay a veces esfuerzos de adaptación, como sucede en los episodios que pinta para la Catedral de Valencia con el tema de la Vida de San Francisco de Borja. Pero su elección retratística continúa, y con plena riqueza de efectos, se manifiesta en los retratos de Cabarrús y del Conde de Altamira, minuciosos en el dibujo y de color brillante. Son obras de gran firmeza por su poder gráfico sin precedentes. Esta seguridad le conduce a los retratos de Carlos IV y María Luisa, tras ser nombrado Pintor de Cámara. En 1792, quebrantada su salud durante una estancia en Andalucía, afectado por una sordera, Goya se aleja temporalmente de la pintura. Volverá a ella con unos cuadros de gabinete pintados sobre planchas de hojalata con escenas taurinas y otros temas de inspiración audaz que contradicen, por su tensión anímica, el reposo de su pintura en los últimos años. En la última década el pintor se incorpora al retrato, al tema religioso y a la actividad de grabador y dibujante, de la que han quedado obras maestras. Es el reto a su abatimiento, que encuentra en Los Caprichos un medio de evasión por la intención satírica y crítica de los argumentos. Goya parece contraer un compromiso personal con su época sobre un soporte ideológico cada vez mejor definido. La obra del pintor en la transición entre los dos siglos se cierra en un mundo artístico de despliegue múltiple. Pintó, en 1797, los medios puntos para la Santa Cueva de Cádiz, recordando en la Ultima Cena a los maestros del siglo XVII. Realizó el Prendimiento de la Sacristía de la Catedral de Toledo, con sabios brillos y el gesto intenso, y decoró la bóveda de San Antonio de la Florida, creando en su perspectiva anular el punto de fuga y la visión espacial como telón de fondo de una humanidad, que en su propia fuerza emocional se sobrepone al milagro. También pintó La Tirana, con su gesto agresivo, y la Condesa de Chinchón, dulce y refinada. Goya, hacia 1800, nos sigue anunciando su complacencia como observador de mundos distintos, el contrapeso de un humanismo cándido y estereotipado que se desliza entre sus pinceles con suma delicadeza, y aquel en el que nos hace sentir un sentimiento, real e implacable, de la vida.